El problema más agudo que nos suelen
presentar las personas que no creen –y también algunos creyentes– es: “Si Dios
es tan bueno ¿por qué permite que pasen tantas cosas malas?”.
La
respuesta que nos da la Palabra de Dios es muy clara al respecto, y la
podríamos sintetizar en las siguientes afirmaciones:
1. Dios no quiere ni causa el mal (ver Génesis 6, 5; Job 34, 10-12;
Santiago 1, 12-18; Catecismo 214-221 y 309-311).
2. Dios crea un mundo ordenado y bueno
(ver Génesis 1-2; Catecismo 299 y 374-379).
3. Dios crea al hombre realmente libre. Y esto es bueno
(ver Deuteronomio 30, 15-20; Eclesiástico 15, 11-20; Catecismo 306-308 y
1730-1742).
4. Dios quiere que el hombre haga fructificar su
libertad para el amor y la comunión (ver Mateo 5 al 7; Catecismo
1822-1829).
5. Cuando el hombre dirige su libertad
hacia el mal:
5.1. Dios no anula
la verdadera libertad que otorgó al hombre. Y esto es bueno.
5.2. Dios sabe sacar
bienes de estos males que el hombre causa. Y esto es bueno (ver
Romanos 8, 28... ¡Y la Pasión y Resurrección de Jesús!; Catecismo
312-314).
6. Solamente corre el riesgo de un mal
definitivo –la condenación eterna–, quien se haya dedicado a perseverar en
hacer el mal (ver Mt 7, 13-14; Catecismo 1033-1037).
7. Porque Dios nos asegura un final de
felicidad eterna para quien haya optado por el bien (ver Mateo 25, 31-46;
1023-1029 y 1042-1050).
Hago notar que en estas 7 afirmaciones
sintéticas evito usar expresiones que incluyan el verbo “permitir”, como (por
ejemplo) “Dios permite el mal”. La razón para evitar hablar así es que la
noción de “permisión” puede dar lugar a malas interpretaciones. Pues, en la
vida cotidiana, si alguien permite algo que está mal, no es inocente (sobre
todo, si quien lo permite es la autoridad).
Por eso, prefiero utilizar expresiones
completamente positivas, para mostrar que Dios no tiene nada que ver con el
origen del mal (ni en el pasado, ni en el presente), sino que el mal lo
causamos las creaturas, abusando de una libertad que Dios nos dió para cultivar
el amor y la comunión. Y, lo que Dios hace cuando las creaturas obramos el mal,
es corregirlo para que el mal no tenga nunca la última palabra.
Y el ejemplo más contundente es lo que
pasó en la Pasión de su Hijo: Dios no anuló la libertad perversa de Judas,
Pilato o Caifás, sino que ellos realmente lograron matar a Su Hijo. Pero Dios
con su Sabiduría, Amor y Poder infinitos no dejó las cosas así, pues “del mayor
mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios,
causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de
su gracia sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra
Redención.” (Catecismo 312).
Por eso, si uno quiere resumir al mínimo
la respuesta de la Palabra de Dios al problema de la existencia del mal, ese
resumen es:
DIOS NUNCA DEJA QUE EL MAL TENGA LA
ÚLTIMA PALABRA.
Eso es lo que se muestra en la Pasión de
Jesús, y ese es, también, el mensaje final del Apocalipsis.
Nota:
Respecto de “Si Dios
pone a prueba al hombre” en particular –algo que la gente pregunta a menudo– se
puede indagar el tema diciendo: ¿para qué Dios necesitaría probarnos? ¿Para
saber cómo reaccionaríamos? Por supuesto que no, pues Él sabe todo.
¿Para que lo sepamos nosotros? Sería muy
cruel, si hiciera o permitiera ciertos sucesos para informarnos de nuestra
precariedad.
Creo que al respecto podemos decir lo
siguiente: a veces, Dios puede permitir e incluso ponernos en situaciones
difíciles, para que crezcamos.
También lo hacemos los padres humanos, para que nuestros hijos se desarrollen:
si yo le hago la cama al nene siempre, va a tener 25 años y no sabrá hacerla.
Es cierto que a los 5 años le costará hacerla mucho más que a mí, pero hacerla
le ayuda a crecer. Dios hace algo parecido, porque las virtudes crecen ejerciéndolas, y no sólo meditando sobre ellas
o pidiéndolas al Señor. Si no sería como aquel que oraba diciendo: “Señor dame
paciencia... ¡pero dámela ya!”.
Un par de reflexiones
teológicas:
“El Dios sim-pático [= que padece con el
hombre], revelado en Jesucristo, es la respuesta definitiva a la cuestión
de la teodicea, donde fracasan el teísmo y el ateísmo. Si Dios mismo
padece, el sufrimiento no es una objeción contra Dios. Si Dios padece, ello no
significa que Dios sea la divinización del sufrimiento. Dios no diviniza el
sufrimiento, sino que lo redime. Pues el sufrimiento de Dios, que nace de la
voluntariedad del amor, triunfa de la fatalidad del sufrimiento que nos viene
de fuera, extraño e incomprensible. Así la omnipotencia del amor de Dios supera
la impotencia del sufrimiento. No es que el sufrimiento quede abolido, sino que
es transformado desde dentro... transformado en esperanza. La última palabra no
son ya la kénosis y el sufrimiento,
sino la exaltación y la transfiguración. La cristología de la kénosis transciende de ese modo en una
cristología pascual de la exaltación y transfiguración. Está estrechamente
relacionada con la pneumatología. La transformación y transfiguración
escatológica del mundo es en efecto, según la Biblia, obra del Espíritu de
Dios. Por ser, según la tradición teológica, la conciliación de la diferencia
entre el amante y el amado, entre el Padre y el Hijo, el Espíritu es también el
poder de transfiguración del mundo.”
(W. Kasper, El Dios de Jesucristo,
Salamanca, 1985; p.228s.)
El Misterio
Pascual revela un modelo de
la condición humana y de la vida íntima de la Trinidad: la fidelidad a la
Palabra de Dios requiere un abandono de la “sabiduría humana”, que implica una
especie de “muerte”. Pero esa situación es provisoria, pues desemboca en una
nueva situación de mayor comunión con Dios… si se acepta esa invitación a
“salir de uno mismo” siguiendo a la Palabra de Dios y animado por su Espíritu,
que es como el “ámbito inspirado” o “la atmósfera” en que es donada la Palabra
de Dios. Por eso –aunque la muerte actualmente está ligada al pecado– aún así hay
que distinguir este aspecto de ese otro aspecto “estructural” de la relación
del hombre con Dios, por el don de sí
mismo.
Todo
esto alcanza su culmen en la persona, en la vida y en la Pascua de Jesús: su
“ser filial” –que se revela en toda una vida de entrega filial al Padre y que
desemboca en el Misterio Pascual– muestra cómo “la muerte exigida por la
Palabra no es otra cosa que la etapa y el reverso de una comunión propuesta”. Por su fidelidad
total, Jesús-hombre es el tipo y la perfección de la respuesta humana a la
invitación de la Palabra de Dios. Y su existencia filial –llevada al máximo en
el Misterio Pascual– revela su filiación divina.
A la luz de
lo dicho, aparece una profundidad nueva del misterio de la muerte y la
Resurrección. La Resurrección de Jesús no es “la solución al problema de la
muerte”: al contrario, la muerte es el primer paso hacia la Resurrección y la
escatología es el sentido mismo de la condición humana. En este sentido, la
“negatividad” provisoria de la muerte revela que lo definitivo es “el éxtasis
de sí mismo hacia el Otro, el amor”; y, en el fondo, “la Cruz” y “la Gloria”
revelan lo mismo: “vivir para Dios”.
(Resumen de
los contenidos presentados por G. Lafont en su libro Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ? Problematique, Paris, 1969; pp. 236-249).
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